La hora perfecta
Por las mañanas tenemos una rutina tranquila: suena el despertador, lo apago, murmuramos cosas inaudibles, nos estiramos, nos destapamos, vamos al baño, y tuiteo. Leo noticias de Milenio, alguna necedad de Plaqueta, tuiteos de gente que sí tiene algo interesante qué decir, y finalmente, leo los tres tuits matutinos de José Luis Zárate.
Imagino a Zárate abriendo los ojos en las mañanas (¿pondrá despertador, o su Enanito lo obliga a entrar en acción a esa hora de la mañana?), y combinando misteriosamente las imágenes de sus sueños con los pensamientos que ya le andan cruzando por la cabeza. Lo imagino no-haciendo algún esfuerzo racional para no-ponerles algún hilo conductor a sus sueños: no tiene que decirse a sí mismo de qué se trataba su sueño, sino que —como todo lo que vivimos— las historias simplemente están ahí, las imágenes están ahí, y no requieren de explicación.
(Para Zárate, imagino yo, la palabra explicación no tiene sentido, no sabe a nada ni huele a nada, y por lo tanto nunca la piensa.)
Tres tuits nomás, y ya danzan en mi recámara conejos, colores, monstruos, máquinas inexistentes, sombreros mágicos y magos dotados con el don de la capacidad de asombro... Así como me imagino a Zárate, maravillándose ante todo igual que un niño.
(Es un lugar común eso de que perdimos nuestro niño interior; para Zárate, imagino yo, vivir como un niño no responde a una cuestión que tenga que ver con el tiempo pasado, sino con algo que lo define; y lejos de entregarlo a la ingenuidad, más bien lo hace navegar en un estado de despertez continua, real, tajante.)
Qué bueno es leer a Zárate cuando no me he despertado bien.
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