El último martes del resto de nuestras vidas


El 17 de diciembre de 1989 perdí la tapita del compartimiento para las pilas de mi radio portátil. Al cabo de unos días de buscarlo por muchos lugares y no encontrarlo, terminé evitando que se salieran las pilas poniéndole cinta adhesiva al radio, que también tocaba casets. Recuerdo muy bien el pegamento en mis dedos después de una semana, la cinta encimada, el cambio pegajoso de pilas y finalmente el abandono del aparato por algún otro que tocara mi música.
Hoy encontré la tapita. La misma tapita de plástico blanco de diseño redondo que encajaba en el resto del radio portátil. Me quedé mirándola y la reconocí después de unos segundos. Tenía frente a mí el objeto más inútil y estúpido que he visto. Me imaginé la broma cósmica de otra yo en otra dimensión, viendo desde algún lugar –divertida– mi reacción, como si yo –yo mera– fuera un ratón en algún cruel experimento de laboratorio. Me la imaginé imaginando qué haría yo, si reconocería la tapita y si me espantaría. Pero no, nada de eso. Creo que la sorprendí al comprenderla como una señal del fin del mundo.

El primer fin del mundo que recuerdo me tocó vivirlo en el D. F. Todos los niños estábamos muy emocionados, pensando en cómo iría a lucir todo al final. A día siguiente del anunciado final me sentí muy desilusionada.

Qué bueno que ya va a pasar el fin del mundo.

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